Por amor a la vida, simplemente

Mara Beger Balboa

La canción se llama Libertad y es del cantaor David Palomar. Pueden escucharla ahora, detener la lectura. Yo la escuché por primera vez en verano. Y después, de nuevo, hace poco, una noche a comienzos del otoño con pocas ideas, poca voluntad y ¿a dónde ir a parar? La plata no alcanzaba para casi nada, había mosquitos por toda la ciudad, epidemias, guerras, pobreza y el panorama nacional de mal en peor. Pantallas multiplicándose y ametrallándonos -porque ya no cabe otra palabra- con datos. Muchos datos. Como estoy haciendo ahora, una lista interminable y genérica distorsionando lo urgente, lo bello, lo sagrado, hasta los detalles de lo que fuera una chatarra, pensamientos sobre algo trágico, lo que sea. Una crisis cocinándose a la sombra, en alguna parte, como las redes subterráneas del mundo Fungi. 

Escuché: “no sabía dar un paso y ya quería volar”. Escuché “Quien lo amarra, quién lo prende, al que roba los dineros”. Escuché “y en mi hambre mando yo”. Una canción simple, una canción a la libertad, de cortes bruscos, me devolvió el vigor. “Deberíamos seguir guardando la palabra libertad para los poetas”, fue el pensamiento que tuve más tarde. Familia de políticos y corporaciones inanimadas no tienen tiempo. Para imaginar. Los vimos usándola como algo que va a encontrarse por allá en alguna parte; ¿desde cuándo libertad, amor, esperanza, paz, son palabras de contenido? Desde chicos sabemos que son enormes porque están vacías, listas para montarles la vida encima. 

La canción me llevó a recordar un fragmento del poema Yanquis hijos de puta de Humberto Constantini que compartió hace años la poeta Margarita Roncarolo:

Si uno tiene un amor entonces, 

eso que le camina por la piel,

decíamos,

y pasa algo,

ocurre,

que viene el mal, la peste, una desgracia,

o para no ir más lejos

vienen

los marines idiotas,

los cretinos mascadores de chicle,

odiadores de todo lo que crece

y desembarcan.

Entonces

ya no se puede hablar así nomás,

hay que matar la muerte de algún modo,

hay que pelear con rabia,

destruirlos,

salirles al encuentro como sea

y además decir, decir hijos de puta,

decirlo y masticarlo

y enseñarlo a los chicos

como un rezo.

Por amor a la vida,

simplemente,

me parece.

La importancia de volver a decir. Volver a decir, yanquis hijos de puta, esa es para mí la idea central y entrañable de ese poema. Volver a decir algo que es simple, hasta inocente, hasta de común acuerdo. Esas cosas que parecieran tener permitidos los adolescentes pero que, a medida que pasa la vida, parecen una tontería, una banalidad. ¿No tenés nada mejor para decir? ¿Algo más profundo para decir? ¿No tenés soluciones? Es hasta reprochable. Y sí. Decir por ejemplo, “que injusto todo esto” es exponerse a que se te caguen de risa. Pero esa noche, me di cuenta que venía cargando con ese fantasma: aguantar lo que en determinados momentos del día me arrancaba una mueca de la cara, o me cerraba la garganta. Y cuando me cansé de escuchar la canción dije algo así, más entrecortado, un qué mierda. 

Decir “qué injusto, qué hijos de puta. Y cómo nos da el cuero para mirarlo todo y seguir”. Solo eso. Que no haya replicas. Ni un quién soy yo para, ni cuán injusto para mí el mundo, ni mi educación, ni nada. Decir qué injusticia. No volver para mirar la cara contestataria de nadie, no sentirse un hipócrita. Ni caras, ni muecas, porque mejor si no hay nadie. Es más, que no haya nadie. En el silencio de la casa, estás a solas con el fantasma de la injusticia del mundo. Por qué no. Por qué no dejarlo pasar, abrirle la puerta y dejar que te asuste. Sin hacer comentarios, sin agarrar un cuchillo, un libro, una hoja. Que no haya solución. Saber por un instante que es un hecho, la injusticia, la maldad, el terror. No hablarlo con nadie. Saber que hay cosas que te entristecen siempre. Cuántas cosas te entristecen siempre y te asaltan en medio de una conversación y la dejas caer por atrás del cerebro, les cerras el telón. Quién lo amarra, quién lo prende. Ver cómo la mano que se alza para contener, es la misma que da mecha y que agita la fiesta. Ver cómo pone tres platos y saca dos. Sentir que los ojos se ponen rojos. Dejarlos arder. Porque la ira, la tristeza, también se amarran y se prenden. 

La canción es alegre, en realidad. Sucede en una callejuela en el pueblo de Vejer -mientras lo escribo noto que se pronuncia como mi apellido paterno- donde las paredes son blancas y hay macetas y plantas por todas partes, como en muchos pueblos andaluces. Hay brazos flamencos cortando el aire, palmas, esa coreografía de los gestos gitanos que no descansan. Un modo torpe y pasional que me hace acordar a los niños, el exceso que trae la música flamenca. La guitarra de Rubén Lara es un pájaro, y eso no sería mucho si de a ratos no se transformara en algo que se mueve entre cadenas. La canción es alegre y quiero recordarlo con este poema de Ana Jimena Sánchez, poeta mexicana, que llega justo a tiempo:

Le escribo a ella 

cuando las cosas van mal

Cuando no hay cosecha de higos

o el país se quema

Le escribo

pero no menciono

que las cosas van mal

Y la amo en cambio

Y le cuento historias pequeñas

Ayer probé el maracuyá

Hoy terminé los carteles

Y ella me responde

simple y cotidiana y jubilosa y entera

A qué te supo el maracuyá

Cómo quedaron los carteles

Como si discretamente y detrás

me dijera

Vendrán los higos

Renacerá tu país. 

Una canción simple, una respuesta simple. ¿A veces podemos hacer eso? Como un regalo. Estar en contra de todos los hijos de puta. Chillar por la pobreza y la estupidez. Que en tu cuarto suene una canción en loop. Acordate. Acordate. Acordate de lo que no te olvidás nunca. Dale, que esto no es cruzarse de brazos.

Fotografía: Josefina Charadía

Deja un comentario