El Flâneur[1]

Gabriela Lages Veloso

El ruido fue muy fuerte, todos los pasajeros se asustaron. En la mañana de ese mismo día, todo era tan diferente, tan monótono. Recuerdo que me desperté muy temprano, angustiado, queriendo terminar mi libro de cuentos. Me senté frente a la computadora y nada se me vino a la mente. Intenté cambiar de estrategia, agarré la lapicera y un bloc de notas, pero nada cambió. Mi mente estaba en blanco, tan vacía como ese pedazo de papel.

En ese momento, tuve una idea. Decidí subirme al primer colectivo que pasara, sin importar adónde se dirigía, y limitarme a observar. Sería como una pequeña mosca volando por una habitación, sin interferir en nada, sólo observando. ¿Adónde me llevaría eso? No tenía ni idea. Sin embargo, me estaba quedando sin tiempo, sin creatividad y con la sensación de agotamiento. Tendría que recurrir a las musas, como los antiguos poetas en sus epopeyas.

¿Era un buen plan? Probablemente no. Pero, como dije, estaba sin ideas. Caminé durante media hora hasta una parada de colectivos y me subí al primero que pasó. Conocía el camino, se dirigía al centro histórico. Subí sin dudar, y el colectivo se sacudió de inmediato. El conductor estaba malhumorado, me dijo que no tenía vuelto y que odiaba la nueva logística. Sin cobradores, aumentó el número de robos y accidentes. “Es muy difícil conducir, vigilar a los pasajeros y dar el vuelto”, me explicó.

Me impacienté, no había dónde sentarse y el chofer pudo darme el vuelto dos paradas después. Finalmente, crucé el molinete y me senté junto a una señora. Ella me miró de reojo, unos instantes, y volvió a sumirse en el vacío, mirando por la ventanilla sin ver nada. No podía hacer eso, habría puesto en peligro mi experimento. Estaba allí para observar, para pedir inspiración al universo.

Me quedé callado, mirando por la ventanilla y al pasillo, buscando algo que no conocía. Los demás pasajeros probablemente pensaban que era sospechoso, un delincuente esperando su oportunidad o, tal vez, sólo pensaban que yo era una especie de loco. De repente, el humo de los autos se mezcló con otro tipo de humo. Varias personas empezaron a toser, sintiéndose asfixiadas (más de lo habitual). Entonces me di cuenta del porqué: un incendio clandestino en un bosque más adelante.

A medida que nos acercábamos, nos aturdían las sirenas de dos coches de bomberos, una nube de ceniza y el miedo. Las llamas eran muy altas y podían alcanzar los cables de los postes en cualquier momento. Los bomberos estaban preocupados y el tráfico era muy lento. Finalmente, el colectivo llegó a su destino. Pero yo seguía sin inspiración para mi libro. Estaba aturdido. Sólo podía pensar en las sospechas de los pasajeros y en las llamas de fuego que consumían los árboles.

Tenía que bajarme del colectivo. Llegué al centro histórico y hasta entonces no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Empecé a andar sin rumbo. Me di cuenta de que algunas mansiones habían sido revitalizadas, tenían un aspecto precioso y eso atraía a los turistas, dando vida a estas calles históricas. Sin embargo, otros edificios estaban en estado decrépito, en ruinas, como en Litania da Velha, de Arlete Nogueira. Esta visión me entristeció. Seguí caminando, esquivando algunos baches y la basura de las calles.

Ya estaba muy cansado y mi mente era un torbellino. Salí sin rumbo en busca de temas sublimes para mi libro, pero sólo encontré desconfianza, fuego y ruinas. No, mi libro no sería de eso. Los lectores son cada vez más escasos, necesito agradarles y no recordarles su difícil cotidiano. Subí al primer colectivo que pasó. Volvería a casa.

Ese día fui en busca de inspiración, pero lo que obtuve del universo fue otro día de vida. Sí, vida. No ese trance en el que estaba. No un día de supervivencia, sino de vida. Desde la ventanilla del colectivo vi un movimiento extraño: un hombre golpeaba furiosamente la ventanilla de un coche y luego sacaba una pistola. El ruido fue muy fuerte, todos los pasajeros se asustaron.

***

O Flâneur

Gabriela Lages Veloso

O estrondo foi muito alto, todos os passageiros se assustaram. Na manhã desse mesmo dia, tudo estava tão diferente, tão monótono. Lembro que acordei bem cedo, me sentindo angustiado, querendo concluir meu livro de contos. Sentei em frente ao computador e nada me veio à mente. Tentei mudar de estratégia e apanhei uma caneta e um bloco de notas, mas nada mudou. Minha mente estava em branco, totalmente vazia como aquele papel.

Nesse instante, tive uma ideia. Decidi entrar no primeiro ônibus que passasse, não importava o seu destino, e simplesmente observar. Mas ficaria como uma pequena mosca sobrevoando uma sala, sem interferir em nada, somente observando. A que isso me levaria? Não fazia ideia. No entanto, estava sem tempo, sem criatividade e com um sentimento de esgotamento. Precisaria recorrer às musas, como os antigos poetas em suas epopeias.

Era um bom plano? Provavelmente não. Mas, como disse, estava sem alternativas. Caminhei por meia hora até uma parada qualquer e entrei no primeiro ônibus que passou. Conhecia o seu itinerário, ele tinha como destino o centro histórico. Entrei, sem relutância, e o ônibus logo deu um solavanco. O motorista estava mal-humorado, me disse que não tinha troco e que odiava essa nova logística. Sem os cobradores, aumentou o número de assaltos e acidentes. “É muito difícil dirigir, observar o movimento dos passageiros e ainda passar o troco”, me explicou.

Eu fiquei impaciente, não havia nenhum lugar para me sentar e o motorista só conseguiu me entregar o troco duas paradas a frente. Enfim, atravessei a catraca e pude me sentar ao lado de uma senhora. Ela me lançou um olhar desconfiado, que durou alguns instantes, mas depois mergulhou no vazio novamente, olhando pela janela sem enxergar nada. Eu não podia fazer isso, colocaria meu experimento a perder. Estava ali para observar, suplicar por inspiração ao universo.

Continuei quieto olhando pela janela e para o corredor, buscando por algo que não sabia. Provavelmente, os outros passageiros me acharam suspeito, um criminoso esperando o momento do bote ou, talvez, só me consideraram um louco qualquer. De repente, o cheiro de fumaça dos automóveis se misturou a um outro tipo de fumaça. Várias pessoas começaram a tossir, se sentir sufocadas (mais do que de costume). Então, observei o motivo: um incêndio clandestino em uma reserva, que ficava mais a frente.

Ao chegar mais perto, fomos tomados pelo som alto das sirenes de dois carros de bombeiros, por uma nuvem de cinzas e pelo medo. As chamas estavam muito altas, poderiam atingir os fios dos postes, a qualquer momento. Os bombeiros estavam preocupados e o trânsito bem lento. Finalmente, o ônibus chegou ao seu destino. Porém, eu ainda não tinha nenhuma inspiração para o meu livro. Estava atordoado. Só conseguia pensar na desconfiança dos passageiros e nas labaredas de fogo consumindo as árvores.

Tive de descer do ônibus. Cheguei ao centro histórico e até então não tinha ideia do que estava fazendo. Comecei a andar sem rumo. Percebi que alguns casarões foram revitalizados, estavam bonitos e isso atraía os turistas, trazia vida para essas ruas históricas. No entanto, outras construções se encontravam em um estado decrépito, em ruínas, como na Litania da Velha, de Arlete Nogueira. Essa visão me entristeceu. Continuei caminhando, desviando de alguns buracos e lixo nas calçadas.

Já estava muito cansado e minha mente se encontrava em um turbilhão. Saí sem destino em busca de temas sublimes para o meu livro, mas tudo que encontrei foi desconfiança, fogo e ruínas. Não, meu livro não seria sobre isso. Os leitores são cada vez mais escassos, preciso agradá-los e não lembrá-los de seu cotidiano difícil. Entrei novamente no primeiro ônibus que passou. Ele retornaria para a minha casa.

Nesse dia, eu saí em busca de inspiração, mas o que recebi do universo foi mais um dia de vida. Sim, vida. Não aquele transe que me encontrava. Não um dia de sobrevivência, mas de vida. Da janela do ônibus observei um movimento estranho: um homem bateu na janela de um carro, com fúria, depois sacou uma arma. O estrondo foi muito alto, todos os passageiros se assustaram.


[1] Flâneur es un sustantivo masculino del francés que significa “vagabundo”, “ocioso”, “paseante”. Procede del verbo flanêr, que significa literalmente “pasear”. El término flâneur fue inventado por el poeta Charles Baudelaire (1821 – 1867) y se refiere a alguien que observa la ciudad. Sin embargo, es un paseo que va más allá del plano físico y llega a considerarse un pensamiento filosófico. Esta nueva forma de observar y cuestionar el paisaje urbano no requiere un destino determinado, sino una reorientación de la mirada.

2 Comments

Deja un comentario